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En esta nueva columna de «El Chaco Cine» seguimos la misma linea del programa anterior y profundizamos en el cine de Lucrecia Martel, su vida y obra. Junto a Emilia Calderon charlamos un rato sobre esta gran directora y referenta del cine argentino y mundial.
Lucrecia Martel: cuando el cine mira lo que nadie quiere ver
Hablar de Lucrecia Martel es hablar de uno de los nombres más potentes del cine argentino y latinoamericano. Nació en Salta, en 1966, y desde su ópera prima, La Ciénaga (2001), cambió para siempre la forma de contar lo cotidiano: lo que parece mínimo en la superficie — un verano húmedo, una pileta sucia, un murmullo de insectos — se vuelve símbolo de tensiones de clase, religión, deseo y culpa.
Su formación también explica parte de esa mirada. Como ella misma contó: “Es muy especial porque es la universidad donde yo hice mi derrotero más largo. Estuve un año en la universidad en Salta, pero la UBA conocí a Buenos Aires y a mis amigos. Cursé Comunicación Social, hice todas las materias, pero nunca gestioné el título. Tenía que entregar la tesina. Pero en ese momento la rectora me ofreció que me recibiera con la película, que eso iba a ser la tesina para la universidad.” Así nació La Ciénaga, la película que abrió el siglo XXI del cine argentino.
Sus historias: familia, poder e instituciones
El cine de Martel parte siempre de un núcleo: la familia, pero no como refugio cálido sino como microcosmos de tensiones sociales. En La Ciénaga la pileta podrida resume la decadencia de una clase media-alta que se pudre sin notarlo. En La Niña Santa (2004) la intimidad familiar se contamina con la religión y la moral provinciana. En La Mujer sin Cabeza (2008) la familia encubre lo que incomoda: una culpa colectiva que se silencia para no manchar privilegios.
Pero Martel va más allá de lo doméstico: conecta lo íntimo con instituciones de poder. La Iglesia regula el deseo, la clase social encubre la injusticia, el colonialismo burocrático devora la vida de Zama, su funcionario sin rumbo en Zama (2017). Sus personajes — mujeres, niñas, cuerpos febriles o alienados — miran el mundo desde la fragilidad, la enfermedad o la confusión. El punto de vista nunca es total: siempre hay algo que no se muestra, algo que se calla.

El realismo sensorial y la fragmentación
A diferencia de la narrativa tradicional, Martel construye climas antes que tramas. Lo esencial pasa por el sonido: murmullos, truenos, insectos, ecos. El fuera de campo es más importante que lo evidente. La cámara observa sin subrayar. Lo que escuchamos y no vemos es lo que sostiene la tensión.
Por eso su cine es más experiencia que relato. La percepción es fragmentada: niños que no comprenden todo, mujeres que callan lo que intuyen, cuerpos que sudan verdades que nadie se anima a pronunciar.
Una voz crítica sobre la industria
Martel no solo filma: también piensa la industria y la cuestiona. Es una de las cineastas más claras en denunciar la concentración del poder narrativo global. “¿Qué significa que las decisiones finales sobre lo que se cuenta audiovisualmente en tu país se tomen en un lugar lejano?” se pregunta. Y cuenta una anécdota absurda pero reveladora: “Para mover un póster en un cine en Buenos Aires, teníamos que llamar a Australia. Imaginate, multiplicá esto por todas las decisiones que se toman sobre la narrativa a distancia.”
Su relación con la gran industria de Hollywood también fue tema de debate. Fue tentada por Marvel, pero sus impresiones dejaron claro su desencanto: “Algunas de las películas de Marvel están disponibles en los aviones, así que he visto unas cuantas. Me parece que el sonido en ellas es absolutamente de muy mal gusto. (…) Las empresas están interesadas en las mujeres cineastas, pero siguen pensando que las escenas de acción son para directores masculinos.”
Incluso recordó que en reuniones le dijeron sin rodeos: “Necesitamos una directora porque necesitamos a alguien que se preocupe sobre todo por el desarrollo del personaje de Scarlett Johansson.”
Lucrecia Martel hoy
Con solo cuatro largometrajes, Martel sigue influyendo en nuevas generaciones de cineastas — especialmente mujeres — que ven en su obra la prueba de que se puede filmar desde otro lugar: lejos de la narrativa cerrada, lejos de la mirada masculina, lejos del espectáculo vacío.
Su cine pregunta, incomoda y muestra la grieta entre lo que vemos y lo que preferimos no ver. Quizás por eso sus películas — con sus familias rotas, sus cuerpos febriles y sus sonidos que zumban como mosquitos en la oscuridad — sigan recordándonos que lo íntimo siempre está conectado con el poder. Y que, como dice Martel, lo importante a veces no se ve: se escucha.








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